jueves, 3 de abril de 2008

Tres nada azarosos


Hay tres libros fundamentales en mi vida. El primero fue El Señor de los Anillos. Con aquella maravillosa historia épica crecí como lector y narrador. Siempre más afortunado en la primera de las dos facetas, huelga aclararlo. De la mano de aquel grueso volumen aprendí por primera vez el vértigo de no poder dejar de leer, de avanzar con el corazón en un puño y el pecho lleno de valor por los tortuosos caminos que llevaban a Mordor. Fui simultaneamente Frodo, Gándalf, Áragorn y Légolas. Luché contra el Señor Oscuro y sus más terribles siervos (los jinetes negros, los orcos, las extrañas bestias de corazón de sombra), bebí alegremente en la Taberna del Poney Pisador cuando aún faltaban varios años para mi primera cerveza y temí a los árboles del Bosque Negro. Todavía recuerdo la tristeza que me dejó el final del relato. Lo crean o no, todavía huyo de ese recuerdo que alguna vez me dejó en la cuerda floja. De algún modo fue mi primera despedida triste, de algún modo alguien me había dicho que nada es para siempre y que envejecemos y que la aventura termina y que la vejez llega y que siempre hay un puerto gris a la vuelta de la canción.
Leía por las noches en sesiones maratonianas y al día siguiente contaba a los otros niños en el colegio aquellas historias. Todavía, si me esfuerzo, recuerdo el lugar exacto del patio de los Maristas, el duro sol de la tarde, las caras de mis compañeros, cómo se reían cada vez que les hablaba de Peregrin Tuck, Pipin. Qué risa, ha dicho Pipin.
El adulto lector nació muchos años más tarde, sobre 1997 en el primer piso del número 10 de Micer Mascó, Valencia. Mi compañero Pau Bolufer trasteaba con un nutrido volúmen de tapas azules y nombre enigmático: Rayuela. Llegó en el momento justo. También Valencia está surcada de puentes, también yo estaba perdido a la búsqueda de un río metafísico que me llevara, también tras el vértigo latía un aire como de unicornio o isla, también caminábamos sin buscarnos pero caminábamos para encontrarnos. De casilla en casilla, pateando una piedra cualquiera de camino al centro, entendí que el centro puede estar fuera del tablero. También, después de una sincopada conversación sobre Julio Cortázar con Felip Bens en el Chigal, Moncada, fui atraído al centro de gravedad de una cosa para mí entonces desconocida: Lletraferit. Alguna vez, recorriendo unos labios femeninos con la yema del dedo índice he repetido como un hechizo: toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca y...
Pero si del Señor de los Anillos aprendí las despedidas, de Rayuela aprendí el miedo al vacío. Después de leerlo tuve un sereno pánico, si el oxímoron no es denunciable, de no volver a encarar nada que se me partiese como un rayo y me dejase estaqueado en medio del patio. Ya ven, la ignorancia qué monstruos alumbra.
La tercera figura de esta Trinidad conjuró ese susto de estar condenado a la flojera eterna. Mi tío Carlos, figura capital en mi formación literaria, me recomendó leer a un tal Roberto Bolaño. El libro era Los Detectives Salvajes. De un plumazo se tendió un nuevo puente al arrebato. De pronto cambiaba el caballo de Áragorn y el mate de Horacio por los versos del poeta García Madero y la emoción estaba intacta. No quiero hacer crítica literaria, sólo hablar de emociones. Entendí leyendo a Bolaño lo que sintió José Hierro al leer a Quevedo, lo que le impulsó a compararlo con un púgil ladino de mil brazos que golpea y golpea, que finta y golpea que sonríe y no ha dejado nunca de golpear hasta que derramamos la sangre en la lona.
A día de hoy he releído los dos primeros libros. Leer El Señor de los Anillos me convierte en el niño feliz que nadie fue del todo. Leer rayuela me devuelve al adolescente que un día, sin venir a cuento, se puso a escribir.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

De casilla en casilla, pateando una piedra cualquiera de camino al centro, entendí que el centro puede estar fuera del tablero

morena dijo...

Leer el Señor de los Anillos, tuvo que ser espectacular, a mí me llegó algo más cómodo, Rayuela, marcó un antes y un después en mi vida: me estaqueó, me hizo convertirme en Maga, me hizo padecer el dolor, consiguió que tuviese la sensación de no saber qué leer después de él.., aún me encuentro atrapada en la búsqueda.....si me lo permites diafebusaconstantinoble, voy a ser egoísta con ese recorrido de tu dedo por unos labios....., con respecto a Los Detectives Salvajes, es una deuda pendiente.....

Vicè dijo...

La conversación entre Diafebus Belano y Ulises Bens en el Chigal la considero como un acontecimiento digno de ser literaturizado.
Gran post. Los libros que nos acompañan moldean la banda sonora de nuestras vidas. El libro que me marcó la infancia fue "La isla del tesoro". El segundo impacto vino "Cien años de soledad". Hay coincidencia en el tercero: "Los detectives salvajes" es un artefacto maravilloso, incomparable.

Anónimo dijo...

Yo no tuve un gran libro de infancia. Todo lo que leí me entretuvo pero no me dejó huella. Me refiero a ese tipo de huellas que luego uno convierte en relato.

Después he leído de manera desordenada y sin lógica. Pero si he de recordar algún momento concreto me quedo con la semana santa de 1991. Valencia estaba desierta y yo era un tipo extrañado y dolorido que daba vueltas en bici con "El extranjero" de Camus en una mochila. Me recuerdo muy nítidamente en la terraza del San Jaume. Golpeado, de repente, por una lucidez extrema. Como si por primera vez comprendiera el suceso de estar vivo. Después ha sido más fácil volver a eso. Pero no conviene engañarse al respecto. Todo regreso es siempre un sucedáneo. Una impostura.

bar Torino

Forlati dijo...

¡Plas, plas, plas! Diafebus, genio y figura.

Rayuela, quànts anys! Crec q va sent hora de tornar-la a llegir. També Cien años, que em deixà colpit als 16 anyets. I abans de Cien años, Mortadelo y Filemón y les noveles valencianes de Blasco Ibáñez. Flor de Mayo, sobretot. Les llegia en el poble, als 13 anys, tancat en l'habitació i sense fer soroll, quan mon pare m'obligava a fer una hora de becadeta després de dinar. El sol de les tres de la vesprada i la pancha plena considerava ell que no eren les millors condicions per a jugar al fútbol en el carrer. I en el poble estaven les obres completes de Blasco en Plaza & Janés, com en les cases de milers de valencians.

Vicè dijo...

A mi Bolaño me transmite una idea muy concreta, la de la gente compulsivamente entregada y abocada mortalmente a la literatura. El simil pugilístico es muy acertado. Me imagino a Bolaño, en sus últimos años, con un billete de 20 euros en el bolsillo, y comprando un libro y una litrona en vez de una reparadora cena.

Anónimo dijo...

Bolaño transmite la felicidad de leer. O algo aún más difuso. La sensación de que con un libro de Bolaño en las manos tienes la posibilidad de elevarte en cualquier momento. Esos 5 minutos robados después del café, o ese instante de espera en el que Bolaño saca su arsenal de presencias y tú, lector entregado, descubres de golpe un matiz. El matiz que llevabas meses buscando a través de los ventanales del autobús de línea o en el bar donde comes a diario. Esa conmoción. Eso sólo está al alcance de Bolaño. Y de todos los que son como Bolaño. Y la felicidad puede ser atisbada incluso en los peores momentos. Quizás porque confundo felicidad con lucidez. Que para mi, finalmente, son la misma intuición.

bar Torino