miércoles, 4 de febrero de 2009

Suecia (I)


Me exiliaré a un país frío donde a media tarde no haya sino entrar a un café de Haga, por ejemplo, a mirar el candor de los parroquianos. A una ciudad en cuyo centro se extienda un frondoso bosque de hojas heladas y troncos desnudos tras los que se oculte el ciervo. Navegaré entre islas semidesiertas donde los cuervos grises se emparentan con el pingüino y siempre hay un tipo que empuja una carretilla en el astillero abandonado. Dejaré que me lleven los cargueros de madera cuando el Ferry se haya ido. Göteborg, pronúnciese Jiotevor. Ciudad industrial del sur de Suecia de menos de un millón de habitantes partida por un tajo del Mar del Norte. Debemos a la hospitalidad de mi primo Luís la estancia y a una botella de ron Santa Teresa algunas tardes de gloria mientras al otro lado, cerca del lago la temperatura cae a cinco grados bajo cero.

Fueron a penas cuatro días, suficiente para tomar el pulso a un lugar que transita con soltura entre lo fantástico y lo pedestre cotidiano. El turista mal acostumbrado tiene perpetua tentación de apartar el objetivo de su cámara de las cúpulas de las iglesias y fotografiar con una mezcla de ira y devoción los huecos de aparcamiento libres en el centro, en cualquier lado. Los milagros del transporte público, de una red de tranvías como sacados de una película de espías, de un servicio de autobuses puntuales, naaaaasda haaaaarlaaaanda. El sueco, escuchado de primeras parece un idioma bobalicón, vagamente emparentado con el inglés. Los suecos, vividos de primeras, parecen unos tipos dispuestos a cualquier cosa menos a discutir. Confiados, suaves. Incluso los orgullosos ángeles del infierno locales, estética a parte, están dispuestos a abrirte la puerta de la sala de fumadores del Rock Baren, eso sí, si no llevas una bebida alcohólica en la mano. Atención especial a las mesas de black jack en las que se pagan las posturas con fichas intercambiables por cubatas.

Debe ser eso, mala costumbre del turista acostumbrado al horror, lo que hace que la sensación de felicidad animal sea instantanea en los frondosos bosques nevados o al pisar la gruesa capa de hielo de un extenso lago. En el centro del país existe otro bastante más grande. Como la provincia de andalucía más o menos. Debe ser eso, una sed ancestral saciada de golpe y por aluvión.

Varias veces pensé que allí (o en un lugar similar, me faltan Noruega - y espero cumplirla a cuenta de la Comtessa en cuanto se instale y suban las temperaturas - y Finlandia, vieja obsesión que le debo a mi compadre Jesús) podría ser feliz. Podría plegarme a esa vida y esas imágenes terribles. Disculpen los italianófilos de la blogosfera, pero de mediterráneo al final va a resultar que tengo lo justo. Si acaso la bahía de Xàbia y el resto se lo pueden quedar. De hecho ya lo están haciendo. Eso sí, llegado el momento, si me van a visitar, avisen con tiempo para que no les abra en calzoncillos largos. Ninguno de ustedes merece pasar por semejante trance.

Ahí les dejo un penúltimo reto: Göteborg es la ciudad de los guantes perdidos. ¿Adivinan por qué? La solución en la segunda entrega sobre Suecia.

Todo esto, claro, con la morena, inmejorable compañera de viaje y exilio.