martes, 29 de abril de 2008

Viva la madresita corcovada del niño dios

Lo bueno de tener un blog es que uno puede decir cosas que de otro modo la prudencia le obligaría a omitir. Así pues tomo aire, paladeo el momento, aspiro el humo del cigarrillo y lentamente susurro...el partido popular de la Comunitat Valenciana lo forma un grupo de hijos de puta tan analfabetos como peligrosos, tan ambiciosos como despiadados, tan acomplejados como violentos. Hay que ver que poco cuesta quedarse a gusto, oiga.
Leo en una llamada de portada del diario Levante-EMV que el contrato de españolidad que el ex ministro Arias Ponme la Tostada con Manteca Colorá Cañete pedía para los inmigrantes, lo va a aplicar el ejecutivo de Camps para los extranjeros (pobres) que vengan a dar con sus huesos entre flores de azahar, paellas, mantillas, pelotazos y tetas bronceadas; esto es, Valéncia.
A la salida del bar empiezo a notar un sudor frío recorrerme la columna como una serpiente de saliva, me tiemblan las manos, me bulle un trabajo de insectos en las rodillas, cada vez más blandas, el mundo a mi alrededor gira y gira hasta convertirse en un carrusel de ruidos y colores en llamas.
Imagino a dos tipos, ecuatorianos, un tal Kevin y un tal Alan. Discuten por que Kevin ha encontrado un tomate podrido en la calle y se lo ha lanzado a Alan a la cabeza. Tanto molesta a Alan el tomatado hecho que se arremanga la camisa dispuesto a darle un par de formidables hostias a su compatriota. Pero, antes de recibir, Kevin esgrime su contrato de valencianidad en virtud del cual tiene el derecho y la obligación de participar en la tomatina, de crear uno, dos, mil Buñoles. Alan duda, masculla su desconcierto, pero finalmente otorga y trata de fundirse en un abrazo reconciliador con Kevin. Al arrullarse entre sus brazos nota algo duro en el abdomen de su amigo. Le levanta espantado la camiseta y encuentra que se ha forrado de algo parecido a cartuchos de dinamita. Alan, presa del pánico, trata de salir corriendo. Cree que su amigo ha entrado a formar parte de una célula de terroristas suicidas y, francamente, a él no le apetece un carajo comprobar cuantas vírgenes le tocan más allá de las nubes y el smog. Nuevamente se equivoca. Masclets, aclara Kevin. Y señala el artículo 23, párrafo 3 del contrato: es su obligación llevar pólvora consigo para dar valenciana y espontánea muestra de alegría.
El sueño aún duró un rato más. Cuando me despertó la pareja de policía local una última imagen se me escurría entre los dedos. Alan y Kevin, cogidos del hombro, gritaban a voz en cuello: Viva la corcova de la madresita del niño dios!!!!
Ahora ya estoy en mi casa, más tranquilo, con una infusión de flor alpina de tila que me estabilice las pulsaciones en unas setenta más o menos. Toco las paredes y las puertas para convencerme de su realidad, grito como una urraca por el consuelo de escuchar mi propia voz y a partir de ahí ubicarme en el mundo. Pero las preguntas no cesan: ¿deberán por contrato los inmigrantes odiarse a si mismos como los valencianos? ¿votar al PP para los restos? ¿peregrinar en masa al delta del Ebro a traer el agua a cubos? ¿recalificar las cajas de cartón entre las que duermen cada noche? ¿Se les expulsará si ponen guacamole a la paella? Vivo sin vivir en mi. La única ventaja es que los hispano hablantes no necesitarán cambiar de idioma. Para que luego digan.
Ah, dos cositas más: la aversión que me produce la idea no quita que esté a favor de la pena capital para el fulano/a que ha cocinado la cosa esa de la foto y he saltado como canguro con el gol de los red devils.
Hasta la próxima valencianísimos amigos.

jueves, 24 de abril de 2008

palabras más o menos


Había una vez un saurio viejo y estúpido con incontinencia verbal. Hablaba de muchas cosas. Llovía palabras como quien llena la tierra de espadas, hijos o catedrales. Hablaba de mucho y hablaba con muchos, pero callaba lo que de verdad importa. Hasta que se arrodilló junto al lago y habló muy cerca del agua. Se te saluda, pez, dijo. Después se sentó en la orilla a esperar a que todo sucediera.

martes, 22 de abril de 2008

entrar, beber, morir

Encuentro pocos placeres comparables al de sentirse extranjero. Aterrizar en una ciudad de la que a penas se sabe nada y en la que nadie sabe nada de ti. No pertenecer. No militar. Ser un perfecto irresponsable, un rostro que pasa, una sombra que gotea por rincones que huelen a novedad excitante. Ese es uno de mis juegos en Valencia, supongo que como rudimento para sobrevivir a lo que nos enfrentamos cada día.
El invierno de 2003, por una carambola de mal estudiante, lo pasé en Irlanda, en un pueblecito a unos cuarenta minutos al sur de Dublín llamado Bray. Una localidad costera de casas blancas y techos a dos aguas que se derramaba a los pies de una suave colina verde, de calles de adoquines cuadrados, bares oscuros, mujeres en llamas y adolescentes indescifrables que soñaban con ser Eminem. Un enclave en el no había sucedido nada emocionante desde la última invasión vikinga, probablemente.
Pero no es de mi experiencia como viajero que quiero hablar. El amigo Vicè dejó sobre el tapete hace unos días el nombre del Shangai, Forlati habló del bar El Polp y ahora quiero añadir al panteón de nuestros santos lugares un nombre: Harbour Bar. El bar del puerto.
Aquella noche el viento del mar golpeaba con una húmeda pertinaz furia fría. Yo había quedado con Jesús el cartagenero (el tipo que me apadrinó la primera semana y al amparo del cual ingresé en un círculo sicodélico de fugitivos que cada noche mojaban el corazón y el sexo en pintas de ginness y se mentían sin perder la sonrisa) Me acompañaba Marta Wisnieska, una polaca adicta a todos los estupefacientes conocidos. Bordeábamos el paseo marítimo y Marta iba desgranando en un inglés impecable la historia de su apellido. Al parecer durante la invasión de Polonia por parte de los nazis un abuelo suyo ocultó su verdadero linage para escapar de la purga y robó el actual, vaya usted a saber de dónde. Era tarde, hacía frío y mi inglés en aquel momento daba para poco más que para atarme los cordones. Nos perdimos por un laberinto a escuadra y cartabón. A la luz ámbar de las farolas veíamos las gotas de lluvia precipitarse como una ráfaga horizontal de balas de plata, gemía el viento como el grito de un animal marino que fuese a devorar la costa. Ni puta idea de dónde estaba el maldito bar. A esas alturas Marta tarareaba una tonta canción infantil y la acompañaba con aplausos y saltitos para entrar en calor.
En esas andábamos cuando divisé a lo lejos la figura de un hombre embutido en un anorak azul que cargaba un bulto al hombro. Cuando estuvo a nuestra altura reconocí a un personaje de Stevenson. Uno de esos fulanos que uno se imagina en la cubierta de un pesquero soportando el estallido de olas de diez metros contra el casco sin dejar que se le apague el cigarrillo. ¿Hará falta glosar su barba y su sombrero de lana? Le pregunté por el Harbour Bar, despacio, vocalizando, gritando para hacerme oír sobre el viento y el bramido del mar. ¿Harbour Bar? Yes sir, Harbour Bar. El tipo me dio la indicación (lo habíamos bordeado estúpidamente unas diez veces), lanzó el cigarrillo al suelo con un latigazo del dedo anular y me escupió: you are free to enter, you are free to drink, you are free to die. Eres libre de entrar, eres libre de beber, eres libre de morir.
Invité al hombre a un cigarrillo rubio, un John Player, y nos contó (voz de cascada de tornillos, de cuchillas arando un pedregal) que el bulto que llevaba a la espalda era una tienda de campaña, lo único que un pasado de alcoholismo cebado en el Harbour Bar le permitió conservar. Ahora dormía en la playa las noches de buen tiempo - o sea, una al año - y el resto las pasaba buscando el abrigo de cualquier chiscón propicio.
El Harbour resultó ser un garito confortable de música en vivo, chimenea, sofás rojos, taxidermia y otra copa. Según la borrachera del dueño Bono, el cantante de U2 era cliente esporádico, habitual o dueño en la sombra. Todavía andaba dándole vueltas a las palabras del espectro cuando intenté prender un cigarrillo con la llama de una vela. Alguien me cogió alarmado del brazo y me advirtió que cada vez que se hace algo así se ahoga un marinero. En condiciones normales me hubiera dado lo mismo, hubiera celebrado la leyenda con un brindis y hubiera encendido el cigarrillo. Esa noche no.

domingo, 13 de abril de 2008

¿Navegarán conmigo?

Estimados contertulios; ésta es "Llum".
La barca debe tener unos 35 o 36 años y la compró por primera vez mi padre hará cosa de 20, tal vez más. Entonces era un bote famélico de costillas al aire y línea torpe, atravesaba tosiendo las olas, pura ortopedia, cojitranca, desvencijada, muda, sin nombre. Pero tenía algo.
Andaba muriéndose de mengua en un pantalán cuando mi padre la adquirió por 10 mil pesetas. Por aquel entonces yo debía tener unos ocho años y recuerdo perfectamente las labores de mi abuelo (era calafate y carpintero de barcos) para convertirla en lo que es hoy. La subimos a La Plana (Forlati sabe de qué hablo) y allí, debajo del algarrobo centenario empezó una sonata de clavos y martillos, de lija y brocha, de armar y desarmar. Un oficio que tenía mucho que ver con la poesía, una tensión que convirtió cada madera en un endecasílabo navegable, en catorce versos con estrambote que rimaban la vida con la luz en consonante perpetua. Yo era muy pequeño, pero no es excusa. Todavía hoy esos trabajos se me antojan hercúleos. Mi colaboración era minúscula y emocionante. Me recuerdo diminuto a bordo, quitando las hojas con que el algarrobo sacrificaba para bendecirla, trayendo herramientas que nunca eran las correctas pero qué importa. En aquella barca, que se llamó Kika como mi abuela, navegué por primera vez. Allí tuve el susto y la alegría del mar, allí me riñieron por enredar los curris, allí los atunes de lomo eléctrico, la llampuga, la caballa, la boga, el serrano, el pulpo y la sepia. La sepia. ¿Han visto ustedes nadar a la hembra? ¿Se han dejado hipnotizar por sus nupcias submarinas? Se rema muy despacio, cerca de la costa y, con disimulo se la escruta. Todo está en calma, todo es silencio. De pronto la sepia enrojece y se hincha, su corona transparente tiembla, vibra, se ondula. Se acerca el macho. Entonces hay que ser rápido, preparar el salabre y esperar con el corazón en la garganta a que se devoren en un escándalo de tentáculos entrelazados. La pequeña muerte.
Después ya se sabe, las cosas cambian, los tiempos, son los tiempos, no te resistas. Aquella barca se vendió a un perfecto hijo de puta (lo acabo de descubrir) y mi padre compró otra, una lanchita amariconada y con visera. Por último (pero no será la última, háganme caso) la que tiene ahora, una buena barca se la mire como se la mire. Cómoda, estable, con cabina, poderoso motor, GPS, bañera amplia. Romanticismos aparte una magnífica adquisicion, la Servioleta.
Pero sucedió hará cosa de dos semanas que paseaba con mi abuelo con el puerto. En la cabeza del pantalán, tristona de nuevo, con los ojos apagados, oscura y bamboleante, estaba nuestra vieja barca. Ahora le habían cambiado el nombre por uno que, bueno, para qué reproducir. Era tan triste como su condición. Tan ajeno como los viejos tiempos. En los cuarterones azules dos carteles avisaban de que estaba en venta. ¿T'en recordes de la barqueta? Me preguntó mi abuelo. Cómo olvidarla. Después una breve conversación con mi padre y de pronto el rayo. Algo como la memoria me agitó la sangre en las venas y me pareció que esa barca nos miraba como los perros que creíamos perdidos. Había vuelto del otro lado de la tormenta sin haberse movido nunca del sitio. La habían tratado mal, estaba flaca y con el pelo sucio, cojeaba de una pata. Pero seguía respondiendo a su viejo nombre. No me crean si no quieren, pero me pareció que nos miraba y sonreía.
Cómo decir no al amor. Cómo faltar a la obligación. Cómo dejar al compañero en el fango cuando arrecia la noche.
Ahora ha vuelto y...y joder, eso es todo. Ahora ha vuelto. Está viva y es como para morirse de alegría. La he llamado LLUM. Porque es luz. Saben qué? Para el navegante con ganas de viento, la memoria es un buen puerto de partida. Galeano, esas cosas.
¿Navegarán conmigo?

martes, 8 de abril de 2008

¿Usted me mira?

Me sumo al carro de las citas de Galeano inaugurado por Forlati. Creo recordar que era en el Libro de los Abrazos donde se hacía eco de la inquietante pregunta que una espectadora le hacía a cierta famosa presentadora de televisión: ¿Cuando yo la miro, usted me mira?
La relación con el público, con los potenciales receptores del mensaje, es un asunto que de un tiempo a esta parte, desde que soy guionista de televisión, me genera algunas dudas. Muchas. Todas. En general es algo que sucede siempre que uno se expone al escrutinio colectivo. Lo mismo da que sea en un poemario, un libro para jóvenes, una revista con vocación lateral, un manojo de cuentos marchitos o un programa en la televisión más justamente denostada que conozco, Canal 9. Uno intenta trabajar desde la libertad y la tranquilidad. Se convence de que el único modo posible de honestidad es hacer lo que sea crea mejor, sin otra limitación que su talento o sus fuerzas de ese minuto, sin pensar en la cara que vaya a poner nadie.
Por otro lado siempre he sido un hábil buscador de excusas. Si la revista no se leía o si los libros de su órbita acababan arrumbados en cajas de cartón pensaba; bueno es cosa de la lengua, el producto está bien, todo está en calma, he hecho lo que debía. Si un poema era un mal poema pensaba que bueno, uno está en formación, qué se le va a hacer, lo importante es seguir trabajando; y no perdía la calma.
Pero en televisión todo es distinto. Desayuno audiencias. Sueño con porcentajes. Y la felicidad de una mañana puede depender de tres puntos de share. Convengamos que es para apoyar el cañón en el paladar, amartillar el percutor, apretar el gatillo y dejar que las leyes de la balística universal hagan el resto.
Evolució no es el flying Circus de los Monty Phyton, ok. Pero se emite, en ocasiones, emparedado entre el informativo de C9 - un monumento viscoso a la mentira, la demagogia, el populismo, la irresponsabilidad, el morbo, el clientelismo, el chantaje, la mediocridad, la impertinencia, la sumisión - y "Gent de Tàrrega", un espacio de debate conducido por una absoluta nulidad con tetas que se hizo famosa en los zappings de España con la frase "lo tuyo es masturbación Antena 3" a un oyente que se homenajeaba viendo a la susodicha y a Ana Rosa He Cometido Un Error Informático Quintana. Al magazine concurren altos oradores, ingenios ígneos, fenómenos telúricos de la talla de Mariñas & cia. Se ocupan de cosas como si los gordos son más felices o si chuparle la polla a un negro puede provocar erupciones en el paladar o alucinaciones de carácter folklórico-religioso, mutadis muntandis. Bien, Evolució tiene menos audiencia que su antecesor y predecesor. Es decir la gente huye voluntariamente del programa para volver más tarde. ¿Porqué? nos preguntamos angustiados (y nuestro sueldo depende en cierta medida de acertar con la respuesta) ¿Qué quiere ver la gente? La solución más cómoda (y la más suicida) es musitar con el ceño fruncido: la gente es idiota.
No, el espectador no es tonto, al menos no debe ser ese el punto de partida del razonamiento. Si embargo los programas de mayor éxito son los que más dudas morales me crean. El Diario de Patricia es una pasarela de monstruos, gente semi analfabeta en la mayor parte de los casos que es arrastrada con engaños (conozco el procedimiento) a la plaza pública. Allí serán pasto de los buitres, se comerán sus ojos, su corazón y su piel. Limpien el sofá, que pase el siguiente. Otra cumbre televisiva la conforman los programas "cazatalentos". Pero no nos equivoquemos, lo que nos la pone dura es ver a un jurado humillar a Jenifer por que está gorda, a Rubén por que es afeminado, a Claudia por que no sabe usar los espejos de su casa (sic), y a la de más allá por que sencillamente es una niña pusilánime que se ha echado a llorar. Nos importa un cojón como canten, bailen o hagan el ganso. Si queremos profesionales, los tenemos a nuestro alcance. Tampoco se trata de empatizar con el Gran Sueño Americano de ser todo lo que podamos ser. La consecución de los sueños ajenos nos da lo mismo, lo que queremos es empatizar con su fracaso, no sentirnos solos en la frustración de cada día, verlos llorar para que no se escuchen nuestras lágrimas. ¿Qué quiere el espectador?
En el otro plato de la balanza, es cierto, series de factura impecable (pero de argumentos reiterados) CSI o House y los fenómenos de intriga Lost y Prision Break (añadir al gusto Anatomia de Grey - a mi me aburre, que le vamos a hacer -) Son ejemplos de buena televisión, pero no podemos competir con eso. Con lo que vale una temporada de esas series pagamos a todo el sector audiovisual valenciano catorce años seguidos.
Nosotros nos batimos el cobre con Escenas de Matrimonio (en su momento), que era un producto de pasmo. Tres parejas de deficientes mentales que se insultaban sin gracia. Fin.
Ahora nuestros rivales son El Hormiguero (Cuatro) y el Intermedio (La Sexta), pero Canal 9 no puede competir con esos productos porque su lógica represora (un día hablamos de ello, pendiente queda) no tolera el humor ligado a la actualidad. Eso siempre es peligroso. Los dictadores y los fanáticos religiosos no tienen sentido del humor.
Así pues ¿qué hacemos? La primera tentación a evitar (y yo la tengo cada mañana desde hace algún tiempo) es el desánimo. Pensar que todo está perdido, gritar "que inventen ellos", plegarnos al tópico de que la gente quiere programas planos, que apelen a la víscera, que sumen dos y dos, de pedos, eructos y tetas, que enseñen a la prima de la ex del DJ de la discoteca donde va un amigo lejano de Paquirrín diciendo que se mete rallas de coca en el baño de su puta casa. Pero ese no es el camino. Seguro que no. Me niego a pensarlo.
Así pues ¿Qué quiere el espectador?
Igual es que los profesionales del sector han estado tanto tiempo amasando dinero y mirándose el ombligo, hablando con otros profesionales del sector, aislados de la calle que sólo cabe contestarle a la señora de la cita con la que inauguraba este post: nos gustaría mentirle, señora nuestra, pero no la podemos mirar. Somos ciegos. Hacemos televisión pero no nos gusta la televisión. Nos gustamos nosotros.

jueves, 3 de abril de 2008

Tres nada azarosos


Hay tres libros fundamentales en mi vida. El primero fue El Señor de los Anillos. Con aquella maravillosa historia épica crecí como lector y narrador. Siempre más afortunado en la primera de las dos facetas, huelga aclararlo. De la mano de aquel grueso volumen aprendí por primera vez el vértigo de no poder dejar de leer, de avanzar con el corazón en un puño y el pecho lleno de valor por los tortuosos caminos que llevaban a Mordor. Fui simultaneamente Frodo, Gándalf, Áragorn y Légolas. Luché contra el Señor Oscuro y sus más terribles siervos (los jinetes negros, los orcos, las extrañas bestias de corazón de sombra), bebí alegremente en la Taberna del Poney Pisador cuando aún faltaban varios años para mi primera cerveza y temí a los árboles del Bosque Negro. Todavía recuerdo la tristeza que me dejó el final del relato. Lo crean o no, todavía huyo de ese recuerdo que alguna vez me dejó en la cuerda floja. De algún modo fue mi primera despedida triste, de algún modo alguien me había dicho que nada es para siempre y que envejecemos y que la aventura termina y que la vejez llega y que siempre hay un puerto gris a la vuelta de la canción.
Leía por las noches en sesiones maratonianas y al día siguiente contaba a los otros niños en el colegio aquellas historias. Todavía, si me esfuerzo, recuerdo el lugar exacto del patio de los Maristas, el duro sol de la tarde, las caras de mis compañeros, cómo se reían cada vez que les hablaba de Peregrin Tuck, Pipin. Qué risa, ha dicho Pipin.
El adulto lector nació muchos años más tarde, sobre 1997 en el primer piso del número 10 de Micer Mascó, Valencia. Mi compañero Pau Bolufer trasteaba con un nutrido volúmen de tapas azules y nombre enigmático: Rayuela. Llegó en el momento justo. También Valencia está surcada de puentes, también yo estaba perdido a la búsqueda de un río metafísico que me llevara, también tras el vértigo latía un aire como de unicornio o isla, también caminábamos sin buscarnos pero caminábamos para encontrarnos. De casilla en casilla, pateando una piedra cualquiera de camino al centro, entendí que el centro puede estar fuera del tablero. También, después de una sincopada conversación sobre Julio Cortázar con Felip Bens en el Chigal, Moncada, fui atraído al centro de gravedad de una cosa para mí entonces desconocida: Lletraferit. Alguna vez, recorriendo unos labios femeninos con la yema del dedo índice he repetido como un hechizo: toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca y...
Pero si del Señor de los Anillos aprendí las despedidas, de Rayuela aprendí el miedo al vacío. Después de leerlo tuve un sereno pánico, si el oxímoron no es denunciable, de no volver a encarar nada que se me partiese como un rayo y me dejase estaqueado en medio del patio. Ya ven, la ignorancia qué monstruos alumbra.
La tercera figura de esta Trinidad conjuró ese susto de estar condenado a la flojera eterna. Mi tío Carlos, figura capital en mi formación literaria, me recomendó leer a un tal Roberto Bolaño. El libro era Los Detectives Salvajes. De un plumazo se tendió un nuevo puente al arrebato. De pronto cambiaba el caballo de Áragorn y el mate de Horacio por los versos del poeta García Madero y la emoción estaba intacta. No quiero hacer crítica literaria, sólo hablar de emociones. Entendí leyendo a Bolaño lo que sintió José Hierro al leer a Quevedo, lo que le impulsó a compararlo con un púgil ladino de mil brazos que golpea y golpea, que finta y golpea que sonríe y no ha dejado nunca de golpear hasta que derramamos la sangre en la lona.
A día de hoy he releído los dos primeros libros. Leer El Señor de los Anillos me convierte en el niño feliz que nadie fue del todo. Leer rayuela me devuelve al adolescente que un día, sin venir a cuento, se puso a escribir.

martes, 1 de abril de 2008

Elogio de las palabras de uso extraño


Hay una especie de extendida extraña superstición del hablante, de universal rubor del escriba, una convención herrumbrosa de la etiqueta verbal que nos estimula a preferir siempre las palabras de uso cotidiano frente a sus pares más exóticas. Se disfraza a esta praxis de cortesía o falsa modestia, pero esconde un fatal desenlace.
Imaginemos el lenguaje como un círculo. Las palabras se ordenan desde el centro al perímetro según su frecuencia de uso, de tal modo que en el pleno medio de la diana se ubican papá y mamá, perro y casa. Según avanzamos por su radio imaginario, como a la mitad, nos esperan vocablos de la especie de binario, taxonomía o desamortización. Por último, según vamos llegando hacia el brumoso final (y las palabras en esta región son pelirojas y de ojos azules y comen pescado crudo y labran barcos de mascarón monstruoso), hoscas y de hierro desnudo, nos esperan heresiarca, acromegálico, pleonasmo, pentapodia, mandrias o mancuniano. Dicho sobre un mismo vocablo, en el centro habitará la sierpe y la serpiente, el áspid y el ofidio serán animales entrerrianos y el crótalo mirará de frente a las estrellas.
La inercia (pero es miedo) nos hace movernos en los estratos más calientes de la lengua, bien cerquita del centro, por pereza, por un no vayamos a ofender a nadie ni a ser tildados de pedantes. De este modo, a fuerza de costumbre (pero es miedo), se establece una nueva frontera oficiosa en esa mitad imaginaria del radio antes aludido. Animalitos de recorrido fijo y mirada miope (pero sigue siendo miedo) establecemos en esa techumbre tácita una barrera real. Así que, eliminadas las palbras ahora estratosféricas, excéntricas, el círculo se ha reducido a la mitad pero no así nuestro pavor. El ser dicente pues volverá a abominar de los artefactos de frontera, se quedará de nuevo en la mitad del camino y el círculo se estrechará otra vez. La costumbre se volverá piedra viva y no habrá posibilidad de remar nocturnamente a ninguna de las viejas orillas.
Este proceso, infinitamente pervertido, repetido infinitas veces, convertirá cualquier idioma en un único gruñido indeclinable, de polisemia vertiginosa, indecodificable al fin. Todo esto sucederá mucho antes de la barrera científica de los siete mil seiscientos millones de años. Ya saben, cuando el sol venga a devorar la tierra.
Preferirnos estetas a utilitarios, exactos a aproximados, exploradores a inválidos, es un modo secreto de salvar a la humanidad.