lunes, 27 de octubre de 2008

bodegón de bosque con grúas al fondo


Ponte verde Marfisa, abre las ramas
bungalow con mucama brasileña
sobrino del fuego, dime que me amas
cosita estigia, pozo de Seseña//

Santa sin seña, hideputa con cazo
jesusito con espinas al alba
pasión que no es tonsura sino calva
usura del buen dios del pelotazo//

Otoñea por tu tanga llave allen
vocea su gran ganga un aprendiz
de sueco, rico, rubio, de lombriz//
Afánate un buen varón que te tale
los pezones aéreos, la raíz
para tálamo sudado, infeliz.//

lunes, 13 de octubre de 2008

Terapias casi ridículas


Cojan la palabra pan, peguen y despeguen los labios, gusten la tensión hasta que estalle, claven la punta de la lengua en el paladar y apliquen sus blandos costados a las muelas. Pan. Como un corcho que salta por los aires una tarde cualquiera en el salón de los espejos de una vieja sala de fiestas comida por el olvido, como un disparo con silenciador desde la azotea vecina y un oscuro charco de sangre entre dos coches, como un parche de piel de cabra que se palmea por mucho que al otro lado la muerte espere, como la onomatopeya repetida del niño frente a un caballo blanco con las patas embarradas y los ojos húmedos de nostalgia del pastizal y el fuego, como una piedra plana en la soledad de la montaña cuya caída multiplica el vacío. Pan. Tan lejos de la miga y la cáscara. Tan cerca de los suelos que vimos correr. Pan. Tan propicia disciplina para convocar al sueño, esa magia esquiva, esa tregua de la existencia. Sin sueño, sin la bondadosa tregua del oficio de ser, sin poner en suspenso siquiera un instante la mezquina carga de los intestinos, la alopecia y la culpa, la cuestión del otro y la trigonometría, el fervor homicida de la llave del contacto, los goles y Lehman Brothers, la victoria y la incapacidad, sin el pan de cada noche, nada de esto sería posible. Ahora quiero un sueño sin sueños. Quiero frenar a cuchillo la conciencia y atravesar la frontera del ser; tal vez imaginándome con una espada ceñida al cinto, tal vez con el aliento de mi caballo en la mejilla mientras lo abrevo en un lago y acaricio la culata del Colt a la espera de los indios, tal vez al timón de mi velero en un mar del norte, acerado, coronado por blancas diademas de espuma, tal vez con una áspera piel de oso a los hombros atravesando una cordillera nevada, tal vez en la soledad de la barbacana entrenando los ojos en las constelaciones mientras deploro el enésimo retraso de los tártaros, tal vez en un ford negro atravesando despacio las calles de Chicago y viendo de fuera los cafés como en un cuadro de Hopper, tal vez bailando despacio bajo un farol de papel, en un patio de tierra a las afueras de Comala mientras las putas y los militares se intercambian sus desnudeces y sus aceros, tal vez, sólo tal vez. Y ustedes ¿cómo convocan el sueño en noches como esta?

domingo, 12 de octubre de 2008

Hay días


Hay días en que la vida es esto. Son unos versos de Miguel Hernández paladeados en voz baja, un viejo conjuro libertario de Galeano, un excelente vino blanco de la bodega de Xaló puesto a enfriar mientras se hace el arroz al dorado amor del horno, una invitación a la lluvia lenta y el aire gris, un tema de fito páez, un viejo volumen de cuentos garabateados cuando el mundo a penas asomaba el pico del cascarón allá por Alfonso de Córdoba esquina Suecia. Hay días como hoy en que uno se permite el lujo de asomarse a las murallas de Constantinopla y reprender al Gran Turco por meter ruido a la hora de la siesta, estas no son horas, no son horas de asedio, no son horas de nada porque el crujiente del tomate y la costilla en su punto acaban de abolir al tiempo entre trago y trago.

Entonces Constantinopla entera se mece al ritmo de lo que tararea la morena, al buen ritmo de lo que hablan los amigos y trae el viento, al vaivén de una ducha y un polvo canónico, mojado y en penumbra, una canción de gatos, unas sábanas grávidas de lebeche como la mayor que nos lleva a aguas ignotas.

Hoy nada importa y el enemigo es un guiñapo ridículo. Hoy es domingo. Hoy la buena suerte se viene a cántaros.

jueves, 9 de octubre de 2008

Una recomendación apresurada


Mi vecino de blog, el mentiroso, me dejó - vale decir que a punta de exigencia - hace un par de días el libro de cuentos "tretze tristos tràngols", de Albert Sánchez Piñol, ya saben, el de La Pell Freda y Pandora en el Congo.
Un trayecto Valencia Alicante en regional basta para calzárselo hasta el final.
No les salvará la vida, no aprenderán gran cosa, nada les agujereará la memoria como un balazo. Es un libro que, gozosamente, cae del lado de los agradables entretenimientos. Trece cuentos lúcidos, seductores, sencillos. Trece historias que a uno le hacen recuperar el gusto compulsivo por pasar al siguiente y al siguiente y al siguente.
Especialmente apropiado para los vientos de concordia que soplan en ciertos foros es el relato sobre la ayuda que brindan los marcianos a los proletarios de la tierra para emanciparse de la burguesía.
Que lo disfruten.
Y el nou d'octubre? Bien, gracias.

domingo, 5 de octubre de 2008

ataud omnia mensura


Fue un funeral ajeno. Fuera llovia en lentos cuchillos fríos, el aire tenía la dureza angulosa del diamante, la plaza estaba sola, aún más sola con su dosel de paraguas negros. El coche fúnebre paró junto a la puerta de la iglesia, duro, brillante y uno, multiplicado por las gotas de lluvia que corrían por la carrocería y trazaban mapas fugaces en los cristales, cambiantes geografías, fronteras móviles, ríos que se consumen en su carrera, países en fuga, revoluciones transparentes, generaciones que aparecen y desaparecen en lo que una gota se alarga y se consume contra la goma negra del vidrio.

Era un muerto ajeno. Así que poco importa mi seriedad, el pájaro de la premonición en las rodillas, el lento de insectos metódicos. Cuando entra el último de los dolientes tras la caja, sólo un árbol permanece en la diminuta plaza, una vara raquítica de copa huidiza y rala, testigo atónito y de fiar, a penas un trazo oscuro e inmóvil que deja caer la lluvia y los días y cobija a los rápidos gorriones bajo sus hojas delgadas.

No es mi muerto, pero qué hombre no es hermano atento de los muertos. Quién se abstrae de beber en la lámina de su espejo, quién no ensaya esa quietud horizontal y de manos sobre el pecho, quién no cerrará los ojos para perfeccionar el único oficio que nos es cierto, el de yacer.

La iglesia es vieja y oscura, santos desportillados la velan, cenefas pastel recorren su arco superior hasta confluir en una bóveda de alegorías ilegibles. El suelo es un mosaico pardo y desigual de piedras triangulares, los bancos de la izquierda de la nave, al fondo, al blanco socaire de un San Jorge en afilada tertulia de lagartijas, delante el púlpito, más adelante, en el centro, impávido como un destino, el altar. Es pequeño, está cubierto con un mantel blanco de hilo, limpio y vacío como la mesa de una casa decente donde hace tiempo que no hay nada que celebrar y la vienen evitando los amigos y aún los hijos que se fueron hace tanto y tan lejos y sólo llaman una tarde cualquiera, cuando el sol se derrama como una sopa fría y ya no hay nadie al otro lado.

Frente al altar está la caja y parece aún más pequeña, más estrecha. Eso es un hombre. Ahí caben las palabras que dijo y las que calló, los viajes, los amores, los arrepentimientos, los elásticos músculos al sol, los tremendos genitales, la coquetería y la rabia que devolvió el espejo, los pasos perdidos, los hijos de la mano, las mujeres que lo decoraron con sus besos y la que permaneció al fin a su lado como un puerto, como una tormenta, como un bosque que nunca se aprende del todo y que sin embargo se reconoce en cada rama y cada tacto, en cada sonido. Ahí caben los crímenes y las traiciones, ahí su pecho abierto a las balas, ahí sus fidelidades inquebrantables y la mañana en que naufragaron, los mundos que vió y las puertas que le bloquearon el paso, las sábanas, los atrevimientos, los mañanas que no llegaron, la prudencia, la terrible prudencia, el mejor mañana pero también el roquerío, el mar batiente que lo llamaba, el fragor de la zambullida, el tapizado raído de su silla de trabajo, los ocho a tres, los nueve a siete, las dos horas para comer, el atasco y el vértigo, las escaleras que subió y las que no, la sonrisa que se congeló en una miga de pan, las canciones y los libros, las estúpidas banderas que siguió, trapos, mortajas. Ahí cabe un hombre, ese rectángulo es su dura síntesis y perdonen al cristo.

El ataud es la medida de todas las cosas y por fin ese hombre es un hombre. Demasiado tarde, como siempre.