martes, 29 de julio de 2008

breve suspenso de la ausencia

Y aquí estamos de nuevo, frente al ordenador, en un piso intolerablemente pequeño y caluroso, mientras de fondo suena la versión del bella ciao de Amparanoia y Manu Chao. Qué fácil es acostumbrarse a lo bueno, qué rápida la sensación de que todo es mentira: nuestros tristes anhelos de la hora, el oiga no aparque que yo lo vi primero, el deberías pasarte por la puerta ocho porque no ha pagado el recibo del mes... tantas cosas prescindibles como se levantan a nuestro alrededor dejando las grietas justas para respirar.
He estado ausente de la vida bloguera varios días (no llevo la cuenta) y a punto he estado de colgar el cartel de "Cerrado por felicidad del jefe", pero sucede que estoy de vuelta y bueno, una pantalla luminosa es tan mal analgésico como cualquier otro.
Han sido intensos días de sol, de mar, de remos, de árboles hasta donde alcanza la vista, de viento fresco, de amigos, de patadas al reloj, de chiringuito, de mis perros, de largas horas vagabundas de lectura, incluso en un ataque de adolescencia imparable, de tirarle a un periódico viejo con el rifle de balines que me trajeron los reyes unas lejanas navidades de sillas de cuerda y bocadillos de longaniza en el camino de cemento. Mi puntería continúa intacta - está feo que yo lo diga -. Tampoco les confesaré contra qué columnista disparaba.
Ahora no sé que hacer. Sé lo que debería hacer, pero no sé que hacer con las fuerzas que concurren. Al cumplir los dieciocho me entusiasmaba la idea de la ciudad. Ahora quiero volver. No sé si me aburriría, tal vez sí. Pero aquí, metido en setenta metros cuadrados, me subo por las paredes. Pienso en bajar a la calle y tampoco. Allí no hay árboles y no se ve el mar. No sopla el viento. Nada. Se me pasará con los días, eso seguro, pero de momento es lo que hay.
Basta de gori-gori. Eso, que ya he vuelto. Que se pasen por aquí cuando quieran. El mesonero anda triste, pero pronto volverá la jarana a esta Constantinoble itinerante.
Salud.

lunes, 21 de julio de 2008

Diafebusando en Constantinoble

No les ofenderé con el condicional. Sé de buena tinta que conocen el cuento de Julio Cortázar en que un tipo se aposta cada día frente a una pecera repleta de Axolotl (Ajolotes, en traducción de Dies Porosos, creo recordar). Cada tarde el tipo trasvasaba su incredulidad de grandes ojos abiertos con los peces hasta convertirse en uno de ellos. La idea no es original. Ya el mismo Cortázar tiene un cuento similar. También Alan Poe. También tantos otros, supongo. Hasta un servidor perpetró algo parecido en la primera edad del mundo, más o menos cuando los dinosaurios suspendían su actividad rumiante y se quitaban el sombrero al paso de las damas.
El caso es que ustedes jueguen, jueguen, que decían las abuelas. A fuerza de asomarnos a nuestro personaje bloguero podemos olvidar de qué lado del cristal vivimos realmente. Miren si no. Aquí me tienen, en Xàbia, mi Constantinoble perpetuamente asediada, con las armas de Diafebus, con el emblema del crucificado en la capa, con una espada de mandoble al hombro y a la derecha de mi padre. Así marchamos cada año en el reino de los cielos.
La foto es de la Morena, que como manda el canon, me calzó las armas y esperó a que volviese de las cruzadas...tomando una cerveza en la terraza del bar. A la vuelta yo no había ganado Jerusalén, no había ceñido los laureles ni ningún viejo emperador me había exaltado a la capitanía de sus huestes, pero cómo me divertí señores.
Tomen nota amigos, vaya con cuidado Forlati no se vaya a transustanciar en pulpo. Vaya con cuidado Ítaca, no se vuelva isla en medio del mar. Ojo avizor Vicè, que le veo con traje rayado tanteando la beretta en el bolsillo de la chaqueta antes de entrar al hall del hotel. Vigile morena maga que no acabe removiendo sapos y echando pizcas de rayadura de cuerno de unicornio. Prudencia Nota, no derrame la leche de los vasos y usted JR, afine bien las cuerdas y engrase la veleta por si le toca buscar respuestas en el viento. Cuídense o su personaje les acabará dando un susto de muerte a la vuelta de cualquier esquina.
Salud!

lunes, 14 de julio de 2008

Una lectura amable


Hace un calor húmedo que derrite hasta las ganas de respirar. Cada palabra escrita cuesta paletadas y paletadas de un cieno que se amontona humeante a la espalda. Así que algo ligero, suave, un perfume de menta a esta hora, una bebida fría, reconfortante como unas sábanas limpias.
Leo a mi vecino Forlati y aplaudo su recomendación de esta semana que empieza; leer a Pessoa es una experiencia terapéutica, algo así como levantar la vista con las ansias aplacadas, un hundir las manos en el calmo río para aprender su calma, un mano a mano crepuscular con lo dioses que nos olvidaron juntando rosas. Pero puede doler, como toda experiencia lúcida. Debe doler incluso, sólo así nos sanará. Esta tarde estaba pensando que escribir, más que un esfuerzo intelectual, es un trabajo sentimental. Cualquiera puede cumplir con los rudimentos de ladrillo sobre ladrillo, ladrido sobre ladrido, pero ésas son ramas secas, uñas de los muertos. La diferencia anda en otro lado. Por eso a veces nos cansamos y no es la cabeza sino el pecho.
Bueno, basta. Contra tanta gravedad, atendiendo a que es verano y canta la calandria y le responde el ruiseñor (cosas del cambio climático) les recomiendo a Álvaro Cunqueiro, concretamente su libro Merlín y Familia, que es el que llevo conmigo estos días. Conozco a alguien que dirá, sí cabrón, muy bien eso de ir recomendando cosas pero ponte a hacer la jodida reseña, perro. Glups, acto de contricción perfecta, que decían los curas de mi infancia.
Cunqueiro nos devuelve a nuestro estado lector primitivo, de pronto somos niños y escuchamos fascinados que Don Merlín y Doña Ginebra se mudaron a un caserío en la selva de Esmelle. En esa casa del norte de Galicia un paje adolescente levanta acta de los prodigios que su amo ejecuta cada día, requerido por los viajeros más fabulosos: tres hombres de iglesia que necesitan arreglar tres parasoles - uno convoca el sol los días de lluvia, otro da el don de las lenguas, el tercero prende el día en mitad de la noche más cerrada sólo para quien lo porta-, un diablo que convirtió a una infanta de irlanda en cervatilla para poseerla, un emisario de un ejército perdido en mitad del desierto que anda requiriendo el camino de quita-y-pon - cierta tela que puesta sobre el suelo transporta a quien la pisa donde desee -.
Es un bestiario mágico, una recopilación de leyendas, historias que tienen la sola y difícil virtud de hacernos felices mientras las leemos.
También es una fiesta del idioma. Cunqueiro es un alquimista del castellano sin llegar al barroquismo ni hacerse difícil. Es elegante y exacto, como un mago que se complace de vez en cuando en sacar un conejo de la chistera y convertirlo en ramo de flores o paloma cuando aún andábamos convenciéndonos del prodigio inicial.
Leer a Cunqueiro es hablar con un hombre sabio, tranquilo, divertido, culto, bondadoso.
Lean a Pessoa, claro, pero cuando se cansen de sufrir, marchen a la selva de Esmelle. Merlín sabrá como acariciarles el alma.
(La foto es de la casa natalicia de Álvaro Cunqueiro)

lunes, 7 de julio de 2008

Sanseacabó

Y ya está. Otra etapa quemada, otro cartucho, otra flecha que vuela sin saber si se clavará en algún lado y tras la que, lo dice Cortázar, sólo un imbécil correría para darle empujoncitos suplementarios. Ahora toca colgar el arco e ir a tomar vinos con los amigos.
Después de 16 meses mi periplo como guionista de Conta Conta parece que toca a su fin. Llegué huyendo de la radio, ilusionado ante un reto que se prometía de primera magnitud y que al final, como siempre, no fue tan grave. Llegué y el primer día me senté a escribir como si me persiguiera un tigre, apurando cada minuto como si fuera una sandía jugosa, dejando que su líquido se me escurriese por la comisura de los labios, apurando hasta las heces cuantos cálices se me presentaron. De esta etapa dejo algunos amigos, un puñado de buenos ratos, un grupo humano extraordinario y la certeza de que sí, que se puede, que con un poco de cabezonería es posible ser guionista. Los últimos meses, para qué engañarse, han sido difíciles, muerto el estímulo inicial y sin perspectivas de continuación me dediqué a pairar con desgana frente al ordenador, eructando alguna pieza cada varias horas que postergase el momento de mi despido - si alguno de mis jefes lee esto que lo entienda como una licencia literaria, que yo me he esforzado mucho y he hecho las cuentas sin borrones y jamás me acosté sin rezar mis oraciones, señor juez - . Parecía uno de esos futbolistas viejos y gordos que se tiran al suelo antes de que los toquen, que se bajan las medias en señal de cansancio, que se pegan a los centrales para que no les pasen la pelota y que darían la virginidad de su primogénita a cambio de que el árbitro clausurase el sufrimiento. El problema no tenía que ver con la naturaleza del trabajo, aclaro, era exclusivamente mío. Digamos que el momento que estoy pasando - mierda de exhibicionismo bloguero - no es el mejor del mundo y un trabajo en el que la materia prima es la capacidad de abstracción te puede alojar en el cielo o en el infierno con la misma facilidad.
Basta.
Me he divertido. Mucho. Pero todo lo bueno se acaba, así que entre hoy y mañana las puertas del paraíso van a gemir sobre sus goznes y se van a cerrar durante largo tiempo con un estrépito como de accidente de trenes. Extrañamente no tengo miedo. Me excita la inminencia del cambio igual que me ponían cachondo los primeros días de cole. ¿Cómo serán mis nuevos compañeritos? ¿Qué libros tendremos? ¿Será ésta mi clase? Caramba, espero que sigamos jugando al fútbol en el patio. Me gusta la idea de tener que volver a empezar, de revisar todo lo que hasta ayer parecía eterno e inventarme de nuevo ( ya ya van...)
Tengo mucho que agradecer, también. Supongo que no es fácil confiar en un alguien con mi cara de despiste, con mis silencios tímidos (que más de una vez los han confundido con la soberbia) y mi escasa habilidad social. También tengo deuda de gratitud con correctores y compañeros que me hicieron guionista y me mejoraron la dipsomanía. Confiaron en mí - angelicos - y fui feliz.
No sé que deparará el futuro, pero sea lo que sea, me gusta de antemano. ¿Cómo será el paro?
¿Será verdad que es como el limbo y que el cuerpo se resiste a amanecer antes de las once? ¿Llevaré a cabo alguno de mis proyectos eternamente aparcados?
En fin, ya les cuento.

martes, 1 de julio de 2008

Calle Espinosa

Hace tiempo que descubrí la historia, pero la maraña del tiempo, la desmemoria, la cadencia equivocada como de toro desangrado una tarde cualquiera en el centro del sol, la fue postergando, dejando para una noche que se rompe y que tal vez ya no es ésta.
Es un relato, como verán, que de algún modo me emparenta con BT y que se empeña en amasar el mundo como un solo lugar.
Estuve trabajando varios meses en la calle Espinosa del Cap i Casal, una vía estrecha e incómoda, perpendicular entre Guillem de Castro y Fernando el Católico, paralela a la plaza de Rojas Clemente (ilustre titagüense a quien desconozco con todo lujo de detalles). Días iguales la estuve embocando con el mismo paso distraído, con idéntica mirada coqueta y disimulona a las vidrieras de las oficinas que me devolvían la cabeza de pájaro, el desorden redondo y blando del pelo, el paso corto, el péndulo caviloso de las manos, la mansedumbre de la hora, el frío, las mejillas, el cálamo negro de la barba, las nubes, el movimiento sordo de los labios en disputa. En las paradas a fumar la gustaba de punta a punta, le maldecía las obras y me acercaba a ver los trenes en el escaparate de la tienda de maquetas a la que nunca entró nadie. A eso de las seis soñaba que esos trenes me llevaban a otro tiempo y otra lluvia, soñaba con maletas de cuero y fieros gendarmes, con praderas de paso cinematográfico, verdes, con el sabor de la menta y el pan, soñaba con pistolas de una sola bala y ventanas trizadas y bares y escaleras de hierro y qué se yo. Otras veces pilotaba stukas alemanes o peinaba las dunas del desierto a trompicones en la cabina de un Suzuki. Invariablemente volvía a escribir. Inútilmente abría la puerta de la oficina despacio por no espantar los posibles espejismos, la selva frondosa y el lago. Siempre la misma luz de autopsia, los ordenadores y los compañeros repetidos como fichas de dominó. Las postales de los lugares que nunca vio nadie. El tiempo.
Pero fue después que supe que esa calle me conocía desde hacía un siglo. Que ya había olido mi sangre. Que me corrijan los que saben (si leen esto) pero la cosa fue más o menos así:
En la calle espinosa mi bisabuelo tuvo un horno de pan. Cada noche entraba al obrador para tener el pan listo con las primeras luces. En aquel tiempo la tienda de maquetas no existía y faltaban varios años para que los stuka aterrorizaran Europa con su trompeta de Jericó. Tal vez sus sueños de huída eran más cercanos, tal vez era un tipo feliz que se complacía con tener un oficio y comer caliente. Lo imagino lleno de harina, abundante el pelo, legañoso, flaco. Lo imagino un tipo divertido y charlatán, marrullero, tramposo, fanfarrón, buena gente. El caso es que un día entró a comprar el pan una chica joven y el joven bisabuelo colgó el cartel de Cerrado Por Fiesta Mayor. Detrás del abrigo de lana y de los botones nacarados, debajo del mango del paraguas y el pelo recogido, parapetada en una sonrisa de labios prietos, acababa de aparecer mi bisabuela. Seguramente no fue así, pero no importa. Se hicieron novios a la manera clásica, así que tardes de mesa camilla y besos robados, así que bailes, así que un panadero no se va a llevar a mi hija ¿estamos? El suegro, claro. A éste me permitirán que lo imagine calvo, lustroso, hierático; que le ponga quevedos, ilustración y milicia. Mi bisabuelo recorrió esa misma calle Espinosa pensando lo mismo que yo pensaría cien años después poniendo mis pies sobre sus huellas: Y esto de la vida ¿cómo carajo se hace? El tipo colgó el mandil y requirió los bártulos, cambió las rosquillas por el derecho romano, el trigo por los legajos, las noches de fuego, por las noches de papel. Se nos hizo leguleyo, se casó, tuvo hijos. En esa misma calle Espinosa, del esfuerzo de un panadero, nací yo.
Por eso cada vez que giro la esquina para comprar tabaco, cada vez que esquivo el enrejado de sus obras o que salto para evitar la embestida del autobús, pienso que allí están mis primeras huellas. Que llevaban cien años esperándome para contarme una historia de hombres valientes que también soñaban con escapar.
Probablemente hoy mi concepción del valor sería distinta. Jamás me plegaría a los deseos de un tipo como el suegro de mi bisabuelo, pero entiéndanlo; el panadero, el jodido panadero, apretó los dientes y consiguió lo que quería.