martes, 22 de abril de 2008

entrar, beber, morir

Encuentro pocos placeres comparables al de sentirse extranjero. Aterrizar en una ciudad de la que a penas se sabe nada y en la que nadie sabe nada de ti. No pertenecer. No militar. Ser un perfecto irresponsable, un rostro que pasa, una sombra que gotea por rincones que huelen a novedad excitante. Ese es uno de mis juegos en Valencia, supongo que como rudimento para sobrevivir a lo que nos enfrentamos cada día.
El invierno de 2003, por una carambola de mal estudiante, lo pasé en Irlanda, en un pueblecito a unos cuarenta minutos al sur de Dublín llamado Bray. Una localidad costera de casas blancas y techos a dos aguas que se derramaba a los pies de una suave colina verde, de calles de adoquines cuadrados, bares oscuros, mujeres en llamas y adolescentes indescifrables que soñaban con ser Eminem. Un enclave en el no había sucedido nada emocionante desde la última invasión vikinga, probablemente.
Pero no es de mi experiencia como viajero que quiero hablar. El amigo Vicè dejó sobre el tapete hace unos días el nombre del Shangai, Forlati habló del bar El Polp y ahora quiero añadir al panteón de nuestros santos lugares un nombre: Harbour Bar. El bar del puerto.
Aquella noche el viento del mar golpeaba con una húmeda pertinaz furia fría. Yo había quedado con Jesús el cartagenero (el tipo que me apadrinó la primera semana y al amparo del cual ingresé en un círculo sicodélico de fugitivos que cada noche mojaban el corazón y el sexo en pintas de ginness y se mentían sin perder la sonrisa) Me acompañaba Marta Wisnieska, una polaca adicta a todos los estupefacientes conocidos. Bordeábamos el paseo marítimo y Marta iba desgranando en un inglés impecable la historia de su apellido. Al parecer durante la invasión de Polonia por parte de los nazis un abuelo suyo ocultó su verdadero linage para escapar de la purga y robó el actual, vaya usted a saber de dónde. Era tarde, hacía frío y mi inglés en aquel momento daba para poco más que para atarme los cordones. Nos perdimos por un laberinto a escuadra y cartabón. A la luz ámbar de las farolas veíamos las gotas de lluvia precipitarse como una ráfaga horizontal de balas de plata, gemía el viento como el grito de un animal marino que fuese a devorar la costa. Ni puta idea de dónde estaba el maldito bar. A esas alturas Marta tarareaba una tonta canción infantil y la acompañaba con aplausos y saltitos para entrar en calor.
En esas andábamos cuando divisé a lo lejos la figura de un hombre embutido en un anorak azul que cargaba un bulto al hombro. Cuando estuvo a nuestra altura reconocí a un personaje de Stevenson. Uno de esos fulanos que uno se imagina en la cubierta de un pesquero soportando el estallido de olas de diez metros contra el casco sin dejar que se le apague el cigarrillo. ¿Hará falta glosar su barba y su sombrero de lana? Le pregunté por el Harbour Bar, despacio, vocalizando, gritando para hacerme oír sobre el viento y el bramido del mar. ¿Harbour Bar? Yes sir, Harbour Bar. El tipo me dio la indicación (lo habíamos bordeado estúpidamente unas diez veces), lanzó el cigarrillo al suelo con un latigazo del dedo anular y me escupió: you are free to enter, you are free to drink, you are free to die. Eres libre de entrar, eres libre de beber, eres libre de morir.
Invité al hombre a un cigarrillo rubio, un John Player, y nos contó (voz de cascada de tornillos, de cuchillas arando un pedregal) que el bulto que llevaba a la espalda era una tienda de campaña, lo único que un pasado de alcoholismo cebado en el Harbour Bar le permitió conservar. Ahora dormía en la playa las noches de buen tiempo - o sea, una al año - y el resto las pasaba buscando el abrigo de cualquier chiscón propicio.
El Harbour resultó ser un garito confortable de música en vivo, chimenea, sofás rojos, taxidermia y otra copa. Según la borrachera del dueño Bono, el cantante de U2 era cliente esporádico, habitual o dueño en la sombra. Todavía andaba dándole vueltas a las palabras del espectro cuando intenté prender un cigarrillo con la llama de una vela. Alguien me cogió alarmado del brazo y me advirtió que cada vez que se hace algo así se ahoga un marinero. En condiciones normales me hubiera dado lo mismo, hubiera celebrado la leyenda con un brindis y hubiera encendido el cigarrillo. Esa noche no.

9 comentarios:

morena dijo...

Que historia más chula, me emocionan las historias reales...

Bravo creidillo!


Un besazo para Felip

Vicè dijo...

Impresionante Diafebus.

"you are free to enter, you are free to drink, you are free to die".

A mi también me gusta viajar por esa idéntica sensación de libertad. Las ciudades no hay que visitarlas, hay que vivirlas. Para radiografiarlas están sus bares.

diafebus dijo...

“Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda”
Herman Melville

Ya va siendo hora, coño, ya va siendo hora

Marta Diez dijo...

Me ha hecho mucha ilusión toparme con un post como el que has escrito.

Estuve en Bray en el verano de 2004. Recuerdo sus calles, su paseo marítimo, el campito del fútbol que había delante de la bolera donde animábamos al equipo visitante y esos viajes en tren hasta Dublín bordeando la costa, con personajes curiosos.

Si no me equivoco esa foto pertenece a un pub que hay justo al lado de un paso a nivel.

Un saludo.

diafebus dijo...

Hola marta. El bar en cuestión es el Harbour del que habla el post. La estación quedaba un poco más al norte.
También recuerdo aquel campo de fútbol (en el que no entré nunca, nosotros jugábamos en otro dejado de la mano de dios y del jardinero), y la bolera, en la que nos apostábamos las cervezas al billar.
Supongo que nada fue en realidad tan maravilloso como lo recuerdo ahora, pero con el tiempo aquel lugar se ha ido fortificando de palabras e imágenes queridas hasta convertirse en un puerto al que volver cuando las cosas huelen a rancio.

Se te saluda.

Forlati dijo...

Bravo!

Guia cretina de bares del mundo. Revisant els blogs n'eixirien més. No oblidem el que vosté mateix penjà en els comentaris del Polp (Mar Blau) o Los Checas de Bar Torino.

Em queda en el final. La vela i el cigarret. Apoteòsic.

Anónimo dijo...

Besos també per a tu, Morenassa!

Felip

Nota dijo...

No puedo más que proclamar a los cuatro vientos mi rotunda envidia ante este relato: por haberlo escrito y por haberlo vivido. Bravo.
¿Qué fue de la polaca estupefacta?

diafebus dijo...

@nota: la polaca estupefacta se borró tan misteriosamente como había aparecido. Su estancia en la isla era una huída de algo o alguien y en algún momento debió considerar que ya estaba bien de correr y que había que enfrentar el problema, siquiera fuese a cabezazos.
Un abrazo maestro.