domingo, 21 de diciembre de 2008

El perdón y los tres hombres

Aquel día hacía viento, un viento hombrón, mojado, violento, el mismo que a menudo hace que se demoren los vuelos entre Orta y Flores y zarandea la barca neumática de Vasco cuando vuelve cargado de garopas y ella lo espera en el acantilado con los prismáticos, el que nos hace cerrar los ojos porque se adivina en sus entrañas una caballería crepitante de tierra. Los tres hombres, sin embargo, no cierran los ojos. Sus miradas resisten impávidas el embate de los elementos y la historia y si no fuera por el flequillo untoso del tercero, el más bajito, nada sabríamos de lo que ocurre. Los tres hombres deciden matar a centenares de miles de hombres para salvaguardar la seguridad de otros tantos. No exactamente. Los tres hombres fuertes deciden matar a centenares de miles de hombres para ver qué pasa, un poco por hacer, un poco a desgana, sospecho, como el niño que ordena sus juguetes entre reproches callados al utilitarismo estúpido de los padres. Los tres hombres altos deciden que centenares de miles de hombres deben verter su sangre con el furor abosorto con que el niño coloca los juguetes en el cesto de mimbre por que pronto van a dar las cinco, por que pronto van a dar las cinco y papá volverá de dar su paseo y tal vez merienden, tal vez nocilla y luego tele, dibujos, y luego, bueno, luego que importa, luego todo estará bien y el sofá es tan cálido y sí, el niño, el buen niño, está a punto de acabar de estirar las sábanas con sus manitas de dedos torpes y fanáticos en lo que un misil de trazo verde cae en el centro de telecomunicaciones de Bagdad. Los tres hombres están furiosos de amor. Los tres hombres pedirán vino blanco.
De esa foto y ese viento hace ya mucho. El viento sigue devorando la costa de las islas azores y los centenares de miles siguen muriendo, pero los tres hombres partieron de sus palacios dejando habitaciones vacías, escritorios abandonados, gobelinos melancólicos, lunas tajadas, tarjetas, calcetines, clamores. Dos ya han pedido perdón. El hombre inglés y el americano concurrieron frente a su pueblo y frente al viento y se arrepintieron, dolorosamente, sinceramente. Los dos hombres buenos, cristianísimos, hicieron acto de contricción y colgaron del balcón las sábanas de holanda manchadas con la sangre de su mentira y sus crímenes. Los dos hombres, extrañamente, fueron perdonados. O no, eso no importa. Los dos hombres buenos estaban en paz consigo mismo y ya podían darse el inmenso lujo de morirse para lo público y volver a la carpintería del padre a aprender el arte de las cruces y las palomas.
Pero ¿y el tercer hombre? El cristianísimo tercer hombre no pidió perdón. Salió de palacio con el gesto irritado, los hombros rígidos, los intestinos en un paquete sólido, los dedos crispados. A su salida, la multitud de antorchas que cercaba desde hacía días su sueño se partió silenciosa al paso de Moisés. Algún insulto tenue salió de sus filas, alguna mano quiso enarbolar la horca o enviar la piedra. Todo lo congeló la noche. El hombre cristiano, el tercero, el bajito, ganó con paso firme la salida y se perdió entre las hojas de marzo buscando su carruaje.
El tercer hombre también es bueno. El tercero también es piadoso y conoce lo aconsejable de la contricción y los santos óleos. No es vanidad por tanto lo que le impide pedir perdón antes de morir. Es otra cosa. Es certeza de inmortalidad.

4 comentarios:

diafebus dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
morena dijo...

Ojalá ese viento sea el que les borre de pronto.....

Vicè dijo...

El viento de la historia ya los ha puesto en su sitio. Lástima de tanta sangre y dolor.

mangola dijo...

Ni els gitanos d'al cosat de casa toquen tan bé la guitarra.